«Chicos, esto no está bien»

Como enunciado de autorrealización me parece maravilloso. Supongamos pues, un caso de acoso de un grupo de amigos hacia un compañero de clase. Imaginemos el momento exacto en el que en uno de los chavales del grupo se produce la sinapsis entre las dos únicas neuronas que le quedaban y se da cuenta de que, más allá de la moral y la ética, lo que están haciendo es completamente cruel e ilógico. Y así se lo hace saber a sus amigos.

En un mundo de fantasía, los muchachos pararían, reflexionarían y se darían cuenta de su error y, con suerte, intentarían enmendarlo. Sin embargo, en el mundo en el que vivimos es altamente improbable que un estudiante de 14 años que se quiere sentir parte de un grupo vaya a plantar cara a los abusones para que paren de acosar al chivo expiatorio. Por lo tanto, la persona que accione la palanca del cambio tiene que ser ajena a esa red de adolescentes hormonados, como, por ejemplo, un profesor.

Pongamos ahora un caso real, que sucedió en mi instituto. Una chica, ya de antes marginada, decide hacer un anuncio en medio de clase: «Soy un chico trans y a partir de ahora quiero que os dirijáis a mí como [inserte aquí un nombre de chico]». (Por razones de privacidad nos inventaremos un nombre y nos dirigiremos a él como «Pepe»). La reacción de sus compañeros de clase fue, por un lado, risas y burlas y, por el otro, comentarios despectivos y de odio. ¿La reacción de la profesora? «Chicos, esto no está bien». Ojalá esa frase hubiera sido suficiente para hacer reflexionar a todas aquellas personas que consideraban que tenían que dar su «opinión» al respecto.

Como nos podemos imaginar, no fue así. Un único cambio de hora fue suficiente para que todo el instituto se enterara y cualquier pasillo por el que Pepe pasaba se llenaba de cuchicheos y miraditas. Y aunque no todas eran peyorativas, ese asombro, esa curiosidad pueblerina con la que mirábamos a Pepe como si fuera un mono de feria traído de muy lejos, cala, y mucho más a alguien que no cuenta con una red de apoyo en el propio centro.

Se rumorea que la profesora habló con él a solas y que sus palabras exactas fueron: «Me lo tenías que haber dicho a mí antes de anunciarlo así en clase». A esta frase le sucedió un evento que jamás pensé que ocurriría en mi instituto. A la mañana siguiente, después del recreo, la mesa de Pepe apareció llena de pintadas con algunos comentarios como: «das asco», «sigues siendo una rarita» o incluso «ojalá te mueras». Evidentemente, esta noticia también corrió como la pólvora y recuerdo ir corriendo con mis amigas a ver con nuestros propios ojos la mesa. Sin ser yo la persona a la que iban dirigidos esos mensajes, me entraron ganas de llorar. No todos eran mensajes escritos a rotulador, sino que algunos estaban marcados en la mesa. Allí estaba Pepe, llorando al final de la clase, en silencio, mientras alumnos de todo el instituto se acercaban a su mesa para comprobar si lo de las pintadas era cierto. La gente estaba indignada: «¿Quién es el subnormal que ha hecho esto?», recuerdo que gritó una chica. Pero es que no había un solo subnormal, porque cada frase estaba escrita de manera diferente, lo cual significaba que, al menos, veinte personas distintas habían decidido poner su «granito de arena». Entre todos, cogimos rotuladores para intentar tapar los mensajes de la mesa, hasta que nos riñeron por vandalizar el material escolar y nos mandaron a nuestras respectivas clases.

Allí siguió la mesa pintarrajeteada durante los sucesivos días hasta que finalmente la cambiaron. Para entonces Pepe ya no estaba en el instituto.

Este fue uno de las decenas de casos mal gestionados por mi centro, aunque hay que entender que es difícil. Visto desde fuera y sin tener muy claro que las medidas que expondré a continuación pudieran haber funcionado, yo diría que el primer paso habría sido hablar con Pepe mucho antes de su «salida del armario», porque, como mencioné, se le veía solo desde hacía años. Centrándonos en el caso concreto, es cierto que, si la profesora lo hubiera sabido desde antes podría haber preparado a la clase para «la bomba». Nunca están de más las charlas relacionadas con la sexualidad (si bien es cierto que las que dan, suelen centrarse en relaciones heterosexuales) y hacer actividades de cooperación y convivencia que ayuden a integrarse a todos los compañeros de grupo. Pero, partiendo de los hechos, lo que está muy claro es que la profesora, también pillada por sorpresa y con su propia mentalidad, no supo cómo reaccionar.

Tendría que haber parado la clase y no haber consentido ningún comentario de odio, apelando a la empatía, la moralidad, la ciudadanía, la lógica o cualquier cosa que se le hubiera ocurrido. Explicarles que la otra persona es tan válida como ellos, referirse a él como Pepe y hacerles entender que esos actos de odio son un delito. Realizar actividades de «cambio de género» para que se den cuenta de lo incómodo que es no sentirte identificado con lo que la biología te ha dado (porque sí, durante unas horas puede ser divertido, pero día tras día te das cuenta de lo molesto que es). También es importante hablar con las familias, quizá realizar un día de inclusión en el que los padres se tengan que ver involucrados.

Y, por supuesto, deshacerse de aquella maldita mesa que era un trofeo de la perversión.

Comentarios

  1. Me encanta tu humor y tus recursos, como el título del blog mostrando además tus raíces y sin embargo, en un post con una introducción al menos en mi opinión graciosa (por lo de las dos neuronas), nos cuentas una historia tan dura

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